"Cantina Mexicana" por Francisco Mora
En un rincón del Bajío se encuentra un pueblo que el tiempo olvidó, en sus días dorados la calle principal era conocida como la gran vía del arte; las pisadas de poetas, danzantes, actores, pintores y músicos se quedaron grabadas en el pavimento.
El desarrollo económico del poblado vecino apuñaló el corazón de aquel pueblo al atraer las miradas de sus habitantes y visitantes; por tal motivo las puertas de cada hogar y de cada negocio poco a poco se fueron cerrando para no abrirse jamás.
Hoy en día sólo una puerta ha permanecido viva para sus clientes; es la entrada de la cantina “La Puerta del Cielo”, situada en la gran vía y conocida como el refugio de los soñadores de ojos abiertos.
La cantina continúa conservando su fachada típica de los años 40’s, y al adentrarse en ella, ocurre un extraño suceso, pues se experimenta la sensación de que el tiempo retrocedió unas 22 mil noches. Sus paredes están tapizadas por fotografías enmarcadas que cuentan las historias que se vivieron en ese lugar; en el muro central se encuentran plasmadas las firmas de Frida Kahlo, Diego Rivera, Dolores del Río, Agustín Lara y demás personajes que brindaron con mezcal por el amor y el desamor; del tocadiscos se siguen reproduciendo las canciones que han dejado huella en el alma de cada mexicano, –“Estoy en el rincón de una cantina, oyendo una canción que yo pedí, me están sirviendo ahorita mi tequila, ya va mi pensamiento rumbo a ti…”–
Todas las noches, a las 22 horas con 15 minutos, aparece en “La Puerta del Cielo” un hombre de edad avanzada, al menos sus cabellos plateados y los surcos en su piel lo insinúan. En él hay un halo de tristeza que lo envuelve, quizá sea la expresión melancólica de su mirada, quizá sea su andar parsimonioso, ó tal vez el movimiento trémulo de sus manos causado por el alcohol y el obstáculo insuperable que le obligó a renunciar a su mayor pasión… el violín.
Nadie se inmuta de su llegada, como si se tratara de un ánima que cumple una condena eterna; sólo el cantinero, cual vidente, se detiene un instante para contemplar aquella figura gris, para después servirle lo de siempre… un doble de aguardiente.
Sentado desde un rincón en el cual se puede apreciar cada recoveco de la cantina, el hombre dirige su mirada hacia el mismo lugar, una salita apartada del resto del recinto por unas cortinas de palma tejidas por manos mixtecas. Al parecer, ese sitio era destinado para las personas pertenecientes a la clase aristócrata.
Se abandona en sus recuerdos, una avalancha de imágenes recae sobre su mente, hace 68 años fue la primera vez que la vio, ella reía desde la salita mientras que él deleitaba a los presentes con los más hermosos sonidos arrancados de su violín. Para sus 20 años de edad, ya era un experimentado en el arte de tocar aquel sublime instrumento; sin embargo, en el momento en que fijó sus ojos sobre ella, no pudo evitar que sus dedos resbalaran desgarrando las notas de “Nocturnal”.
Un compositor de canciones jamás escuchadas, alcanzó a oír los latidos acelerados del corazón de aquél joven violinista, y al ver hacia donde se dirigía cada palpitar, sonrió por compasión y con voz áspera le advirtió – “Uno no debe aspirar a tocar el Sol, porque si lo hace se quema”- dicho esto, le dio un trago a su botella, y se alejó sin voltear hacia atrás.
No escuchó ni una sola palabra, pues la única música que podía apreciar era aquella voz cálida y armoniosa que ya la quisieran las sirenas. Hechizado por su radiante belleza, no caminó, sino que flotó hacia ella; pero no pudo llegar al Sol, ni siquiera sentir un rayo de él, pues fue detenido violentamente por unos hombres con traje negro. No obstante, esto no destruyó la ilusión de estar frente a ella para expresarle su amor. Día tras día acudía a la cita no acordada, día tras día ella no llegaba. El no reencuentro comenzó a obsesionarlo, por lo que se aventuró a buscarla fuera de la cantina, como un inquisidor desalmado intimidaba a cada persona con la que se cruzaba al atiborrarla de cuestionamientos y al desconfiar de sus respuestas. Nadie pudo decirle lo que sus oídos querían escuchar, era como si esa mujer fuera producto de su imaginación. Agonizando de amor, regresó al refugio de los soñadores despiertos, con la esperanza endeble de volver a verla y escuchar el canto de su voz. La espera de la llegada de su amada en silencio se convirtió en su única labor en la vida, la cual la acompañaba con un vaso de alcohol. El transcurso de los años y los golpes del aguardiente le fueron despojando las fuerzas, la salud, el dinero, el nombre, su historia… lo único que le han dejado intacto es la ilusión, motivo por el cual cada noche regresa a “La Puerta del Cielo” en espera de que ella aparezca.
El desarrollo económico del poblado vecino apuñaló el corazón de aquel pueblo al atraer las miradas de sus habitantes y visitantes; por tal motivo las puertas de cada hogar y de cada negocio poco a poco se fueron cerrando para no abrirse jamás.
Hoy en día sólo una puerta ha permanecido viva para sus clientes; es la entrada de la cantina “La Puerta del Cielo”, situada en la gran vía y conocida como el refugio de los soñadores de ojos abiertos.
La cantina continúa conservando su fachada típica de los años 40’s, y al adentrarse en ella, ocurre un extraño suceso, pues se experimenta la sensación de que el tiempo retrocedió unas 22 mil noches. Sus paredes están tapizadas por fotografías enmarcadas que cuentan las historias que se vivieron en ese lugar; en el muro central se encuentran plasmadas las firmas de Frida Kahlo, Diego Rivera, Dolores del Río, Agustín Lara y demás personajes que brindaron con mezcal por el amor y el desamor; del tocadiscos se siguen reproduciendo las canciones que han dejado huella en el alma de cada mexicano, –“Estoy en el rincón de una cantina, oyendo una canción que yo pedí, me están sirviendo ahorita mi tequila, ya va mi pensamiento rumbo a ti…”–
Todas las noches, a las 22 horas con 15 minutos, aparece en “La Puerta del Cielo” un hombre de edad avanzada, al menos sus cabellos plateados y los surcos en su piel lo insinúan. En él hay un halo de tristeza que lo envuelve, quizá sea la expresión melancólica de su mirada, quizá sea su andar parsimonioso, ó tal vez el movimiento trémulo de sus manos causado por el alcohol y el obstáculo insuperable que le obligó a renunciar a su mayor pasión… el violín.
Nadie se inmuta de su llegada, como si se tratara de un ánima que cumple una condena eterna; sólo el cantinero, cual vidente, se detiene un instante para contemplar aquella figura gris, para después servirle lo de siempre… un doble de aguardiente.
Sentado desde un rincón en el cual se puede apreciar cada recoveco de la cantina, el hombre dirige su mirada hacia el mismo lugar, una salita apartada del resto del recinto por unas cortinas de palma tejidas por manos mixtecas. Al parecer, ese sitio era destinado para las personas pertenecientes a la clase aristócrata.
Se abandona en sus recuerdos, una avalancha de imágenes recae sobre su mente, hace 68 años fue la primera vez que la vio, ella reía desde la salita mientras que él deleitaba a los presentes con los más hermosos sonidos arrancados de su violín. Para sus 20 años de edad, ya era un experimentado en el arte de tocar aquel sublime instrumento; sin embargo, en el momento en que fijó sus ojos sobre ella, no pudo evitar que sus dedos resbalaran desgarrando las notas de “Nocturnal”.
Un compositor de canciones jamás escuchadas, alcanzó a oír los latidos acelerados del corazón de aquél joven violinista, y al ver hacia donde se dirigía cada palpitar, sonrió por compasión y con voz áspera le advirtió – “Uno no debe aspirar a tocar el Sol, porque si lo hace se quema”- dicho esto, le dio un trago a su botella, y se alejó sin voltear hacia atrás.
No escuchó ni una sola palabra, pues la única música que podía apreciar era aquella voz cálida y armoniosa que ya la quisieran las sirenas. Hechizado por su radiante belleza, no caminó, sino que flotó hacia ella; pero no pudo llegar al Sol, ni siquiera sentir un rayo de él, pues fue detenido violentamente por unos hombres con traje negro. No obstante, esto no destruyó la ilusión de estar frente a ella para expresarle su amor. Día tras día acudía a la cita no acordada, día tras día ella no llegaba. El no reencuentro comenzó a obsesionarlo, por lo que se aventuró a buscarla fuera de la cantina, como un inquisidor desalmado intimidaba a cada persona con la que se cruzaba al atiborrarla de cuestionamientos y al desconfiar de sus respuestas. Nadie pudo decirle lo que sus oídos querían escuchar, era como si esa mujer fuera producto de su imaginación. Agonizando de amor, regresó al refugio de los soñadores despiertos, con la esperanza endeble de volver a verla y escuchar el canto de su voz. La espera de la llegada de su amada en silencio se convirtió en su única labor en la vida, la cual la acompañaba con un vaso de alcohol. El transcurso de los años y los golpes del aguardiente le fueron despojando las fuerzas, la salud, el dinero, el nombre, su historia… lo único que le han dejado intacto es la ilusión, motivo por el cual cada noche regresa a “La Puerta del Cielo” en espera de que ella aparezca.
Texto: Nohema Rios